Cojín de medio punto con piara de cerdos |
La granja estaba más próspera y mejor
organizada; hasta había sido ampliada con dos franjas de terreno compradas al
señor Pilkington. El molino quedó terminado al fin, y la granja poseía una
trilladora y un elevador de heno propios, agregándose también varios edificios.
Whymper se había comprado un coche. El molino, sin embargo, no fue empleado
para producir energía eléctrica. Se utilizó para moler maíz y produjo un saneado
beneficio en efectivo. Los animales estaban trabajando mucho en la construcción
de otro molino más; cuando éste estuviera terminado, según se decía, se instalarían
las dinamos. Pero los lujos con que Snowball hiciera soñar a los animales, las
cuadras con luz eléctrica y agua caliente y fría, y la semana de tres días, ya
no se mencionaban. Napoleón había censurado estas ideas por considerarlas
contrarias al espíritu del Animalismo.
La verdadera felicidad, dijo él,
consistía en trabajar mucho y vivir frugalmente.
De algún modo parecía como si la
granja se hubiera enriquecido sin enriquecer a los animales mismos; exceptuando,
naturalmente, los cerdos y los perros. Tal vez eso se debiera en parte al hecho
de haber tantos cerdos y tantos perros. No era que estos animales no trabajaran
a su manera. Existía, como Squealer nunca se cansaba de explicarles, un sinfín
de labores en la supervisión y organización de la Granja. Gran parte de este
trabajo tenía características tales que los demás animales eran demasiado
ignorantes para comprenderlo.
Detalle Cojín de medio punto con piara de cerdos |
Por ejemplo, Squealer les dijo que
los cerdos tenían que realizar un esfuerzo enorme todos los días con unas cosas
misteriosas llamadas «ficheros», «informes», «actas» y «ponencias». Se trataba
de largas hojas de papel que tenían que ser llenadas totalmente con escritura,
y después eran quemadas en el horno. Esto era de suma importancia para el
bienestar de la Granja, señaló Squealer. Pero de cualquier manera, ni los
cerdos ni los perros producían nada comestible mediante su propio trabajo; eran
muchos y siempre tenían buen apetito.
En cuanto a los otros, su vida, por lo que ellos sabían,
era lo que fue siempre. Generalmente tenían hambre, dormían sobre paja, bebían
del estanque, trabajaban en el campo; en invierno sufrían los efectos del frío
y en verano de las moscas. A veces, los más viejos de entre ellos buscaban en
sus turbias memorias y trataban de determinar si en los primeros días de la Rebelión,
cuando la expulsión de Jones aún era reciente, las cosas fueron mejor o peor
que ahora. No alcanzaban a recordar. No había con qué comparar su vida presente,
no tenían en qué basarse exceptuando las listas de cifras de Squealer que,
invariablemente, demostraban que todo mejoraba más y más. Los animales no encontraron
solución al problema; de cualquier forma, tenían ahora poco tiempo para cavilar
sobre estas cosas.
Únicamente el viejo Benjamín
manifestaba recordar cada detalle de su larga vida y saber que las cosas nunca fueron,
ni podrían ser, mucho mejor o mucho peor; el hambre, la opresión y el desengaño
eran, así dijo él, la ley inalterable de la vida.
Detalle Cojín de medio punto con cerdo saltando |
Y, sin embargo, los animales nunca
abandonaron sus esperanzas. Más aún, jamás perdieron, ni por un instante, su
sentido del honor y el privilegio de ser miembros de «Granja Animal». Todavía
era la única granja en todo el condado —¡en toda Inglaterra!— poseída y
gobernada por animales. Ninguno, ni el más joven, ni siquiera los recién
llegados, traídos desde granjas a diez o veinte millas de distancia, dejaron de
maravillarse por ello. Y cuando sentían tronar la escopeta y veían la bandera
verde ondeando al tope del mástil, sus corazones se hinchaban de inextinguible orgullo,
y la conversación siempre giraba en torno a los heroicos días de antaño, la
expulsión de Jones, la inscripción de los siete mandamientos, las grandes batallas
en que los invasores humanos fueron derrotados. Ninguno de los viejos ensueños
había sido abandonado. La República de los animales que Mayor pronosticara,
cuando los campos verdes de Inglaterra no fueran hollados por pies humanos, era
todavía su aspiración. Algún día llegaría; tal vez no fuera pronto, quizá no
sucediera durante la existencia de la actual generación de animales, pero
vendría. Hasta la melodía de «Bestias de Inglaterra» era seguramente tarareada
a escondidas aquí o allá; de cualquier manera, era un hecho que todos los
animales de la granja la conocían, aunque ninguno se hubiera atrevido a cantarla
en voz alta. Podría ser que sus vidas fueran penosas y que no todas sus
esperanzas se vieran cumplidas; pero tenían conciencia de no ser como otros
animales. Si pasaban hambre, no lo era por alimentar a tiranos como los seres humanos;
si trabajaban mucho, al menos lo hacían para ellos mismos. Ninguno caminaba
sobre dos pies.
Ninguno llamaba a otro «amo». Todos
los animales eran iguales.
«Rebelión en la granja». George Orwell.
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