Sirena de punto de cruz |
Desde
que supo dónde residía el príncipe, se dirigía allí muchas tardes y muchas
noches, acercándose a tierra mucho más de lo que hubiera osado cualquiera de
sus hermanas; incluso se atrevía a remontar el canal que corría por debajo de
la soberbia terraza levantada sobre el agua. Se sentaba allí y se quedaba
contemplando a su amado, el cual creía encontrarse solo bajo la clara luz de la
luna.
Varias
noches lo vio navegando en su preciosa barca, con música y con banderas ondeantes;
ella escuchaba desde los verdes juncales, y si el viento acertaba a cogerle el
largo velo plateado haciéndolo visible, él pensaba que era un cisne con las
alas desplegadas.
Muchas
noches que los pescadores se hacían a la mar con antorchas encendidas, les oía
encomiar los méritos del joven príncipe, y entonces se sentía contenta de
haberle salvado la vida, cuando flotaba medio muerto, a merced de las olas; y
recordaba cómo su cabeza había reposado en su seno, y con cuánto amor lo había
besado ella. Pero él lo ignoraba; ni en sueños la conocía.
Cada
día iba sintiendo más afecto por los hombres; cada vez sentía mayores deseos de
subir hasta ellos, hasta su mundo, que le parecía mucho más vasto que el
propio: podían volar en sus barcos por la superficie marina, escalar montañas
más altas que las nubes; poseían tierras cubiertas de bosques y campos, que se
extendían mucho más allá de donde alcanzaba la vista. Había muchas cosas que
hubiera querido saber, pero sus hermanas no podían contestar a todas sus preguntas.
Por eso acudió a la abuela, la cual conocía muy bien aquel mundo superior, que
ella llamaba, con razón, los países sobre el mar.
Detalle de la cabeza y pecho de la sirena. |
—Suponiendo
que los hombres no se ahoguen —preguntó la pequeña sirena—, ¿viven eternamente?
¿No mueren como nosotras, los seres submarinos?
—Sí,
dijo la abuela —, ellos mueren también, y su vida es más breve todavía que la
nuestra. Nosotras podemos alcanzar la edad de trescientos años, pero cuando
dejamos de existir nos convertimos en simple espuma, que flota sobre el agua, y
ni siquiera nos queda una tumba entre nuestros seres queridos. No poseemos un
alma inmortal, jamás renaceremos; somos como la verde caña: una vez la han
cortado, jamás reverdece. Los humanos, en cambio, tienen un alma, que vive
eternamente, aun después que el cuerpo se ha transformado en tierra; un alma
que se eleva a través del aire diáfano hasta las rutilantes estrellas. Del
mismo modo que nosotros emergemos del agua y vemos las tierras de los hombres,
así también ascienden ellos a sublimes lugares desconocidos, que nosotros no
veremos nunca.
—¿Por
qué no tenemos nosotras un alma inmortal? —preguntó, afligida, la pequeña
sirena—. Gustosa cambiaría yo mis centenares de años de vida por ser sólo un
día una persona humana y poder participar luego del mundo celestial.
—¡No
pienses en eso! —dijo la vieja—. Nosotras somos mucho más dichosas y mejores
que los humanos de allá arriba.
—Así,
pues, ¿moriré y vagaré por el mar convertida en espuma, sin oír la música de
las olas, ni ver las hermosas flores y el rojo globo del sol? ¿No podría hacer
nada para adquirir un alma inmortal?
—No
—dijo la abuela—. Hay un medio, sí, pero es casi imposible: sería necesario que
un hombre te quisiera con un amor mas intenso del que tiene a su padre y su
madre; que se aferrase a ti con todas sus potencias y todo su amor, e hiciese
que un sacerdote enlazase vuestras manos, prometiéndote fidelidad aquí y para
toda la eternidad. Entonces su alma entraría en tu cuerpo, y tú también
tendrías parte en la bienaventuranza reservada a los humanos. Te daría alma sin
perder por ello la suya. Pero esto jamás podrá suceder. Lo que aquí en el mar
es hermoso, me refiero a tu cola de pez, en la tierra lo encuentran feo. No sabrían comprenderlo; para ser hermosos, ellos necesitan dos apoyos macizos, que
llaman piernas.
La sirenita, al oír estas palabras, suspiraba con tristeza y miraba melancólica su cola de pez.
Detalle de la cola de la Sirena de punto de cruz. |
...............
—Ya sé lo que quieres —dijo la bruja—. Cometes una estupidez, pero estoy dispuesta a satisfacer tus deseos,
pues te harás desgraciada, mi bella princesa. Quieres librarte de la cola de
pez, y en lugar de ella tener dos piernas para andar como los humanos, para que
el príncipe se enamore de ti y, con su amor, puedas obtener un alma inmortal —.
Y la bruja soltó una carcajada, tan ruidosa y repelente, que los sapos y las
culebras cayeron al suelo, en el que se pusieron a revolcarse.—. Llegas justo a
tiempo —prosiguió la bruja—, pues de haberlo hecho mañana a la hora de la
salida del sol, deberías haber aguardado un año, antes de que yo pudiera
ayudarte. Te prepararé un brebaje con el cual te dirigirás a tierra antes de
que amanezca. Una vez allí, te sentarás en la orilla y lo tomarás, y en seguida
te desaparecerá la cola, encogiéndose y transformándose en lo que los humanos
llaman piernas; pero te va a doler, como si te rajasen con una cortante espada.
«La sirenita». Hans Christian Andersen
Espectacular sirenita.
ResponderEliminarSaludos desde murcia!