lunes, 2 de julio de 2012

En busca del tesoro

Pareja de tucanes bordados con lana
Pareja de tucanes bordados con lana
  Aquel comportamiento no me daba buena espina, pues fue la primera vez que los marineros no cumplían con presteza sus deberes; no cabe duda que a la vista de la isla las ataduras de la disciplina habían empezado a soltarse.

  Mientras remolcábamos la goleta, John «el Largo» no se separó del timonel y fue marcando el rumbo. Conocía aquel canal como la palma de su mano, y, aunque el marinero que iba sondeando en proa siempre anunciaba más profundidad que la que constaba en la carta, John no titubeó ni una sola vez.

  -Aquí se da un arrastre muy fuerte con la marejada -decía-, y este canal ha sido dragado, como si dijéramos, con una azada.

  Anclamos precisamente donde indicaba el mapa, a un tercio de milla de cada orilla, de un lado la Isla del Esqueleto y del otro la grande. La mar estaba tan clara, que podíamos ver el fondo arenoso. Cuando largamos el ancla, la fuente de espuma que desplazó hizo alzar el vuelo a una nube de pájaros, que durante unos instantes llenaron el cielo con sus graznidos; luego se posaron de nuevo en los bosques y todo volvió a hundirse en el silencio.

Detalle del bordado
Detalle del bordado
  El fondeadero estaba muy bien protegido de los vientos y rodeado por frondosos bosques, cuyo árboles llegaban hasta la misma orilla; la costa era llana y las cumbres de los montes se alzaban alrededor, al fondo, en una especie de anfiteatro. Dos riachuelos, o mejor, dos aguazales, desembocaban lentamente en una especie de pequeño lago, y la vegetación lucía un verdor extraño, como una patina de ponzoñoso lustre. Desde el barco no se llegaba a divisar el pequeño fuerte o empalizada señalada en el mapa, porque estaba encerrado por los árboles, y, a no ser porque aquél lo indicaba, hubiéramos podido creer que éramos los primeros que fondeaban desde que la isla surgió de los mares.

  No corría el menor soplo de aire, y el silencio sólo era roto por el rugido de las olas al romper, a media milla de distancia, en las largas playas rocosas. Un olor pestilente de agua estancada cubría el fondeadero como de hojas  y troncos podridos. Vi que el doctor olfateaba con desagrado, como si olisquease un huevo poco fresco.

  -Ignoro si habrá por aquí algún tesoro -dijo-, pero apuesto mi peluca a que es lugar pródigo en fiebres.

 «La isla del tesoro». Robert Louis Stevenson.



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