Pareja de tucanes bordados con lana |
Aquel comportamiento
no me daba buena espina, pues fue la primera vez que los marineros no cumplían
con presteza sus deberes; no cabe duda que a la vista de la isla las ataduras
de la disciplina habían empezado a soltarse.
Mientras remolcábamos
la goleta, John «el Largo» no se separó del timonel y fue marcando el rumbo.
Conocía aquel canal como la palma de su mano, y, aunque el marinero que iba
sondeando en proa siempre anunciaba más profundidad que la que constaba en la
carta, John no titubeó ni una sola vez.
-Aquí se da un
arrastre muy fuerte con la marejada -decía-, y este canal ha sido dragado, como
si dijéramos, con una azada.
Anclamos precisamente
donde indicaba el mapa, a un tercio de milla de cada orilla, de un lado la Isla
del Esqueleto y del otro la grande. La mar estaba tan clara, que podíamos ver
el fondo arenoso. Cuando largamos el ancla, la fuente de espuma que desplazó
hizo alzar el vuelo a una nube de pájaros, que durante unos instantes llenaron el
cielo con sus graznidos; luego se posaron de nuevo en los bosques y todo volvió
a hundirse en el silencio.
Detalle del bordado |
El fondeadero estaba
muy bien protegido de los vientos y rodeado por frondosos bosques, cuyo árboles
llegaban hasta la misma orilla; la costa era llana y las cumbres de los montes
se alzaban alrededor, al fondo, en una especie de anfiteatro. Dos riachuelos, o
mejor, dos aguazales, desembocaban lentamente en una especie de pequeño lago, y
la vegetación lucía un verdor extraño, como una patina de ponzoñoso lustre.
Desde el barco no se llegaba a divisar el pequeño fuerte o empalizada señalada
en el mapa, porque estaba encerrado por los árboles, y, a no ser porque aquél
lo indicaba, hubiéramos podido creer que éramos los primeros que fondeaban
desde que la isla surgió de los mares.
No corría el menor
soplo de aire, y el silencio sólo era roto por el rugido de las olas al romper,
a media milla de distancia, en las largas playas rocosas. Un olor pestilente de
agua estancada cubría el fondeadero como de hojas y troncos podridos. Vi que el doctor olfateaba
con desagrado, como si olisquease un huevo poco fresco.
-Ignoro si habrá por
aquí algún tesoro -dijo-, pero apuesto mi peluca a que es lugar pródigo en
fiebres.
«La isla del tesoro». Robert Louis Stevenson.
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